martes, 8 de enero de 2013

MI NIÑA CHICA


Mi primera novela

Tardé en escribirla alrededor de nueve meses, aunque con un descanso obligado de un par de meses. La presentación fue en el verano de 2005, en el Hotel Bajamar de Nerja.
Actualmente la edición en papel está agotada, pero podéis descargarla en formato para e-book en el siguiente enlace:
El precio de la descarga es de 1€ + IVA (casi regalado), pero irá subiendo conforme al número de descargas. Cuando alcance la cantidad estimada por la editorial, pasará a ser editada nuevamente en papel.
Nº de páginas: 165
Prólogo: Lucía Muñoz
Sinopsis: Ricardo ve cómo su vida amorosa y laboral se ha derrumbado, sin embargo no piensa en ello más de lo necesario; vive el día a día como una hoja arrastrada por el viento. Una mañana, la magia hace aparición en su mundo, y tras encontrar un cuaderno en blanco, conoce a una niña, dulce y etérea, que le guiará a través de sus recuerdos hasta descubrir, a veces de manera dolorosa, el amor verdadero.



PRELUDIO

Con manos temblorosas la señora Dubois acaba de abrir el compartimiento de aquella pequeña máquina. Es la primera vez que maneja un aparato como ese y le parece un tanto frágil a la vez que extraño. La tapadera se escurre entre sus dedos y cae a la mesa.
            —¿Se ha roto, mamá?
            —No, cariño. Es así, esta es la puertecita por donde hay que meter el carrete.
            —¿Esto es el carrete?
            —Sí, hija, dámelo, a ver si soy capaz de colocarlo.
            Tras consultar el manual, la mujer finaliza la tarea con un suave clic que denota el cierre de la cámara.
            —Bueno, creo que ya está. Vamos a probarla. Poneos ahí, en la alfombra…
            —No, mami, ponte tú y nosotras te hacemos la foto, así le damos una sorpresa a papá cuando vuelva.
            —Pero si aquí hay para muchas fotos…
            —No importa, mami; tú la primera, siéntate, venga.
            La pequeña Elena prácticamente le arrebata la cámara de las manos mientras su otra hija la empuja hacia la alfombra; ella deja de resistirse y cede a los deseos de las niñas.
            Elena mira por el objetivo y ve como su hermana atusa el cabello de la madre mientras esta se acomoda delante del sillón.
            —Así, mami. Para que estés guapa.
            —¡Oye!, ¿qué estás diciendo?, ¿que no soy guapa? Ven aquí, bicho, te voy a enseñar yo quién es la fea.
            La niña intenta alejarse, pero su madre la atrapa por detrás y la zarandea cariñosamente mientras trata de escapar entre risas.
            En ese preciso instante el dedo de Elena presiona el disparador y ambas se detienen al oír el sonido de la cámara.
            —Se me ha escapado —dice la pequeña con voz temerosa, y después todas empiezan a reír.
           
           
           
            —Mira, esta es la única que ha salido bien, porque la siguiente solo se ve a medias, y las demás nada. El técnico me dijo que al caer al suelo y abrírsele la tapadera le entró luz, velándolas todas menos dos que ya estaban en el carrete. Además, se ha roto algo y ahora las estropea antes de hacerlas. Lo siento.
            —No te preocupes, cariño. Solo es una cámara. Para el mes próximo tengo que volver a Boston y os traeré otra mejor. Después de todo, esta foto ha quedado muy bien.
            La pareja contempla a la pequeña sonriente mientras su madre la abraza por detrás. Ciertamente la niña es preciosa y sus ojos azules predominan sobre el resto de la imagen.
            La fotografía permanecería dos meses en un portarretratos de la casa, después viajaría miles de kilómetros para pasar unos meses más en otra casa distinta, y finalmente quedaría durante el resto de su existencia enmarcada entre dos pequeñas columnas de mármol a la intemperie.
            El paso de los años se encargaría de borrar los colores y cubrirla con los sedimentos de una vida.


CAPÍTULO I
           
            El invierno mostraba de nuevo su cara más amable regalando otro día primaveral para deleite y placer de Ricardo, que se encuentra dando un paseo por la extensa playa de la ciudad, dejándose acariciar por los cálidos efluvios del astro rey.
            Su cuerpo ha ido asimilando poco a poco las sutiles emanaciones del entorno hasta prácticamente fundirse con él.
            Camina despacio, como aquel que no tiene ningún sitio adonde ir, contemplando las diminutas olas romper a poca distancia de sus pies, apenas provocando leves jirones de espuma que se difuminan en unos segundos. El agua limpia y transparente, adornada con ese azul pálido prestado por el cielo, se extiende sin cortes de continuidad hasta la línea del horizonte, que hoy más que nunca es imaginaria, pues mar y aire se confunden mezclándose en la lejanía.
            Ricardo detiene lentamente sus pasos encarándose al océano, las manos apoyadas sobre las caderas, como el insensato que desafía a esa casi infinita extensión de agua en reposo, inconsciente del inmenso poder que oculta bajo la calma aparente.
            Entrecerrando los ojos realiza algunas inspiraciones profundas, dejando que sus pulmones se impregnen de la brisa marina, aire puro penetrando en su sangre y recorriendo todo su cuerpo. Incluso le parece sentir en el paladar un cierto sabor salado.
            La playa permanecía desierta a pesar de que la tarde invitaba a disfrutar de ella. Esto no era habitual. De hecho Ricardo no recordaba haberse sentido tan solo en mucho tiempo.
            Una soledad que, sin embargo, no le molestaba en absoluto; al contrario, contribuía a que pudiera lograr la relajación perseguida.
            Y lo estaba consiguiendo; atrás quedaban las preocupaciones cotidianas, mundanas, problemas que al fin y al cabo cualquier adulto debe sobrellevar con más o menos dificultad.
            Lentamente se sienta en la arena, con las piernas cruzadas y coloca las manos en las rodillas, adoptando una postura parecida a la que utilizan los practicantes de yoga. Con la cabeza alta, la espalda recta, y la mente…, bueno, la mente relajada. El idílico entorno incita a ello. Cierra los ojos y se deja tocar por la brisa, siente como si de un momento a otro fuera a levitar.
            Repentinamente, Ricardo se sobresalta. Ha sentido una presencia junto a él y, sin embargo, no ha oído acercarse a nadie. El encanto del momento desaparece al instante. Abre los ojos y el corazón se dispara al igual que se detiene su respiración.
            Frenéticamente busca alrededor con movimientos rápidos de cabeza, pero nadie aparece. Continúa estando solo. Lo único extraño es un objeto rectangular a su lado, pero ni rastro de la persona que pueda haberlo dejado allí. En un principio no repara en él; la prioridad es descubrir esa presencia, tan real y tan cercana, que ha sentido. No es posible que sea fruto de su imaginación.
            Ricardo se ha puesto en pie y, tras comprobar que no hay nadie junto a él, decide buscar a más distancia, por el camino que algún día será paseo marítimo, e incluso cualquier lugar en donde pudiese ocultarse una persona. Nada. Únicamente en la lejanía se distinguen algunas figuras humanas, pero demasiado lejos.
            Paulatinamente su pulso va recuperando la normalidad y en sus oídos parece resonar una risa infantil que se mezcla con el murmullo del mar, pero no está seguro de que esto no sea ahora alguna invención de su cerebro tras la extraña experiencia.
            Descartada la posibilidad de que alguien se haya acercado a él mientras permanecía ensimismado, con los ojos cerrados y la mente en blanco, para depositar a su lado aquel objeto e inmediatamente desaparecer, Ricardo se dedica ahora a buscar la explicación más simple, que casi siempre suele ser la correcta, como bien sabe él.
            Durante su paseo por la arena se había centrado en contemplar el vaivén de las olas, el lecho de pequeñas piedras preciosas a través de las límpidas aguas y la difusa línea del horizonte, a la vez que trataba de espantar otros pensamientos más mundanos. Por tanto, cabe la posibilidad de que hubiese llegado junto a ese objeto sin percatarse de su presencia, aunque por su forma y color era claramente visible desde una distancia superior a veinte metros. Esta es la solución más fácil y, por tanto, debiera ser la acertada. Misterio resuelto, pensó.
            Ricardo se agacha y recoge el fruto de esa aparición, que resulta ser un cuaderno; lo examina antes de abrirlo. Se trata de uno de esos que usan los críos en el colegio, de color azul intenso pero sin llegar al marino. A pesar de no ser nuevo, tampoco tiene signos de estar estropeado, y el tacto de las tapas resulta extrañamente suave, como aterciopelado; no parecen haberse fabricado con cartón.
            Lo abre cuidadosamente, esperando encontrar en la primera página algún dato acerca de su propietario, pero no hay nada que pueda aportarle la más mínima pista; la página presenta un blanco inmaculado y en el dorso de la cubierta tampoco figura dato alguno. Acto seguido lo hojea superficialmente para cerciorarse, al llegar a la contracubierta, de que, en efecto, aquel cuaderno azul está sin estrenar.
            Ricardo queda unos momentos contemplándolo mientras trata de imaginar quién pudiera haberlo olvidado en la playa. De pronto recuerda lo que solía decir un amigo suyo cuando encontraba algo: «A caballo regalado…, ya tenemos caballo». Una sonrisa asoma a sus labios.
            Poco después sus pasos le dirigen de vuelta a la ciudad; lleva el cuaderno en la mano, cerca de la cadera, a la manera de los estudiantes. Ciertamente ahora camina más rápido, puesto que está atardeciendo y ahora sí existe un lugar al que llegar; se acerca el momento de enfrentarse nuevamente a la vida real.
            De súbito, cree oír otra vez esa risa infantil y se gira para comprobar su procedencia; sin embargo, no hay nadie cerca de él, tan solo distingue a lo lejos, cerca del lugar donde encontró el cuaderno, lo que parece ser la figura de un niño correteando por la arena mientras su madre lo vigila. Y verdaderamente están muy lejos para poder oírlos.
            Conforme se va alejando de la playa, el mundo real empieza a darle la bienvenida. Aparecen unos jóvenes corriendo, una moto, un coche, una señora con su perro, otro coche, y otro… Más gente, más motos, más coches. La ciudad le daba su áspera bienvenida.
            Al tomar la avenida que conduce al centro, donde está su casa, Ricardo se cruza con un matrimonio de turistas, jubilados casi seguro, dirigiéndose a la playa. Amablemente se aparta y les cede el paso. La pareja agradece el gesto con una sonrisa y un leve movimiento de cabeza al unísono. Supone, y así es, que se dirigen al otro extremo de la franja costera, donde existe un lujoso hotel. Si se dan prisa es probable que lleguen allí antes de anochecer, pero desde luego ya van un poco tarde.
            Unos segundos después otra persona pasa junto a él en la misma dirección, bajando la mirada al suelo de manera que bajo la gorra consigue ocultar su rostro a Ricardo. Tiene el pelo largo, sucio y muy enmarañado. Barba de varias semanas. Viste una sudadera con los colores apagados a causa de la mugre y la falta de higiene, y deja tras de sí un halo fétido a sudor rancio mezclado con vino peleón, que al ser inhalado obliga a detener la respiración. Justamente lo que hace ahora Ricardo mientras se pregunta cómo es posible que exista gente así.
            En cuanto se aleja un poco, el hombre vuelve a levantar la vista al frente, centrándose en la pareja de ancianos que camina por delante de él, especialmente en el bolso que porta la señora.
            En un bolsillo de su pantalón militar, decorado con manchas y lamparones de todo tipo, guarda un pasamontañas, y dentro de su bota, una navaja de grandes dimensiones. El hombre está buscando su dosis diaria, y ya ha encontrado una presa fácil.
            Ajeno a los pensamientos del joven, Ricardo soporta como puede las náuseas y continúa el camino hacia su apartamento.


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