SOLIDARIDAD SE ESCRIBE CON "S" DE SONIA



Ganador del II Certamen de Relatos Cortos
“Solidaridad y Voluntariado”
Exmo. Ayuntamiento de Nerja

Aquel día su abuelita le regaló dinero, era su cumpleaños.
La pequeña Sonia se quedó con la boca abierta contemplando el billete que poco a poco desdoblaban los marchitos, pero aún ágiles, dedos de Doña Casimira. Muchos años descansaban sobre sus huesos.
Los ojos de Sonia casi escapaban de las órbitas, a un paso estuvieron las lágrimas saladas y azules, como su mirada, de caer en cascada por las mejillas. No era la primera vez que le daban dinero, lo que ocurría es que nunca fueron más que unas monedas, unos duros, cinco a lo sumo, entre pesetas y demás calderilla.
Pero aquello era todo un capital. Ante las pupilas de la niña, Doña Casimira terminó de abrir el billete azul. Sonia no se lo creía todavía, parpadeando como estaba con la intención de aclarar su visión. Desde el papel una dama, azul también, la miraba complacida bajo la sombrilla.
—Esto es un billete de cien duros, Sonia, es mucho dinero.
—¡Hala! Qué grande. Pero aquí pone quinientos.
—Claro, bonita, es que tu abuela es muy antigua y todavía habla en duros. Son quinientas pesetas.
La pequeña Sonia se abraza a la señora, que se agacha a su vez, rodeándola con sus brazos y colmándola de besos mientras la chiquilla no cesa de darle las gracias.
—Voy a guardarlo en mi habitación.
—Anda sí, cariño, corre.
La niña sale de la sala dando saltitos y agitando el billete en la mano, dejando allí a su abuela que se seca las lágrimas, mientras en su cabeza piensa lo feliz que sería su madre si pudiese verla crecer.
Aquel billete azul pasaría muchos días en la hucha de Sonia; nunca había tenido tanto dinero y lo cierto es que no sabía muy bien en qué invertir todo aquel capital. Cuando salía de compras con su abuela se paraba en los escaparates de las tiendas y miraba ropa, zapatos, lápices de colores, y como las navidades estaban a la vuelta de la esquina ya había una infinidad de juguetes por todas partes, atrayendo las pupilas de la pequeña Sonia, especialmente las muñecas.
—Debes pensar bien en qué te gastarás el dinero, piensa que hay muchos niños en el mundo que no tienen ni siquiera para comer —le decía a menudo Doña Casimira.
—¿Por qué, abuelita? —le preguntó una tarde la niña.
—Pues porque no tienen tanta suerte como tú.
—Pero yo no tengo suerte, abuelita, mi mamá está en el cielo.
—Sí, cariño, es verdad, sin embargo tienes a tu papá y a mí, y muchas amigas en el cole, y todos los días comemos bien, y los reyes magos te traen todos los juguetes que les pides… Aunque no te lo creas, muchos niños no tienen nada de eso, y además se mueren de hambre los pobrecitos.
Sonia se quedó perpleja, asimilando las palabras que su abuela acababa de decirle; parecía que le costaba trabajo imaginárselo.
—Yo no conozco a ningún niño así —dijo finalmente.
—Pues son muchos; miles, cientos de miles, millones quizá. Lo que ocurre es que están muy lejos, aunque aquí mismo en nuestra ciudad también los hay, claro que no van al cole, a lo mejor por eso no los has visto nunca.
—¿Y nadie los ayuda, abuelita?
La señora se queda de piedra al oír a la pequeña. El rostro de la niña denota verdadera tristeza, preocupación incluso, y ella jamás había visto a una persona tan diminuta demostrar esos sentimientos. “Aunque seas pequeña ya tienes un gran corazón” piensa para sí la señora.
—Claro que algunas personas les ayudan, pero son muy pocas, cariño. Se llaman voluntarios, y dedican su vida y su tiempo a ayudar a los demás, especialmente si son niños, ya que estos son los más débiles.
—¿Voluntarios?
—Sí, cariño. Un voluntario es una persona que hace el bien porque quiere, es decir, de forma voluntaria, sin que nadie le obligue. Yo tengo un primo que se fue de voluntario a un país muy lejano; a veces me escribe cartas y me manda fotos de los niños a los que ayuda. Eso se llama solidaridad: sentir las desgracias ajenas como si fueran tuyas propias, haciendo todo lo posible por lograr que esos niños y esas familias se sientan un poco mejor, dentro de las posibilidades de cada uno. Es como un trabajo pero sin que nadie te pague por ello, la única recompensa es saber que estás ayudando a tus semejantes, que no es poco. ¿Me has comprendido, cariño?
La pequeña Sonia asiente con la cabeza, si bien es cierto que su cara delata que quizá no lo ha comprendido completamente.
Sin embargo aquella niña era más inteligente de lo que su abuela suponía. Las palabras que Doña Casimira ha dejado caer como semillas en la tierra, arraigarán en el corazón de la cría.
De hecho, desde esa tarde Sonia prestaba atención a las noticias de la tele cada vez que se pronunciaba la palabra solidaridad o voluntario, asociándolas paulatinamente con otras que hasta entonces también resultaban desconocidas para ella; solidaridad y solidario, voluntario y voluntariado, misionero, UNICEF, organizaciones de ayuda de todo tipo, ONG´s, cruz roja, DOMUN y algunas más.
Se sucedían los días y la pequeña conservaba el billete en el interior de su hucha, sacándolo únicamente para contemplarlo, recreándose en la mirada de la dama bajo el quitasol, tratando de decidir a qué dedicar aquella pequeña fortuna.
A pesar de todo, una cosa sí quedó clara en la cabeza de Sonia; estaba completamente convencida de que ese dinero no lo necesitaba para nada, ya que había transcurrido casi un mes desde que su abuela se lo regaló y no le hizo falta utilizarlo en ningún momento.
Un domingo Doña casimira le dijo que iba a la farmacia de guardia, pues tenía que comprar aspirinas y otras medicinas, y le pidió que la acompañara.
—Sí, abuelita, pero espera un momento que tengo que coger una cosa —le respondió la pequeña que, inmediatamente, se metió en su habitación para reaparecer a los pocos segundos–. Ya nos podemos ir.

En la farmacia, mientras su abuela compraba los medicamentos que necesitaba, ella miraba un objeto que estaba sobre el mostrador. Se trataba de una especie de hucha de plástico transparente con forma de bola, apoyado en una base redonda roja. En la etiqueta se podía leer “UNICEF, ayuda a los niños del tercer mundo”.
Sonia metió la mano en el bolsillo de su vestido y sacó de él el billete de quinientas pesetas, Doña Casimira la observaba intrigada, lo dobló con parsimonia hasta dejarlo de un tamaño que colase por la ranura y acto seguido lo introdujo por ella.
—¿Qué has hecho, cariño? —le preguntó la abuela.
—Abuelita, yo no lo necesito, pero estoy segura que hay niños del tercer mundo que sí. Con todo ese dinero pueden comprar comida y aspirinas y juguetes y muchas cosas más. Por eso se lo doy, sin que nadie me lo pida, de forma voluntaria. Eso es ser solidaria ¿no?
La señora no da crédito a lo que acaba de oír de boca de su nieta; no esperaba que esa criatura se expresase de semejante modo y no logra reprimir una lágrima que se pierde por entre los pliegues de su piel.
—Sí, cariño; si toda la gente fuese tan solidaria como tú, este mundo iría mucho mejor de lo que va. Has realizado una buena obra y seguro que alguien te estará agradecido toda su vida. Ya lo decía tu madre: “esta niña algún día hará algo grande”. Y parece que ese día ha llegado.
Sin embargo Doña casimira no era consciente de lo equivocada que estaba, al menos en parte, ya que aunque es cierto que aquellas semillas depositadas en el corazón de su pequeña nieta habían brotado, también lo era que tardarían mucho tiempo en dar su fruto.

Han transcurrido diecinueve años y algunos meses desde aquello, y hoy, la señora Casimira ha recibido una carta remitida desde un lejano país en el centro de África. En ella su nieta le comunica que se ha casado con un voluntario local, que es muy feliz y que esperan su primer hijo. En el sobre viene también una foto de la pareja junto con sus cinco hijos adoptivos, así como parte del grupo del que se encargan. Ciertamente Sonia está bastante delgada, aún así su rostro resplandece de dicha.
La señora enjuga una lágrima y desde sus adentros escapan unas palabras.
—Ya decía tu madre que serías una gran mujer.

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