MARTES DE OTOÑO


Relato ganador del XXI Certamen Literario "Joaquín Lobato" 2008 Vélez-Málaga  


Odio los martes. Realmente no es odio, lo que quiero decir es que no me gustan. Soy camarero desde hace muchos años, en todas las empresas en las que he trabajado, el pescado ha sido, y continúa siendo, el eje central. Actualmente ejerzo mi profesión en la mejor marisquería de la zona.
Los pescadores continúan obedeciendo el mandato divino de no trabajar los domingos (ni fiestas de guardar). Lo que no sé es si santifican dichos días y los dedican a adorar al Señor.
Pero lo cierto es que los lunes no hay pescado fresco en las lonjas, ni en los puertos. Por añadidura tampoco lo hay en las pescaderías ni en los restaurantes. Este es el motivo por el cual muchos negocios aprovechan el lunes para cerrar y dar así descanso al personal.
Es uno de los eternos engaños en el mundo de la restauración; un engaño conocido por todos los propietarios de marisquerías, por todos los camareros y cocineros que tanto esmero ponen en servir pescado fresco del día. Un engaño que sin embargo no engaña a nadie, pues incluso los clientes, que finalmente serán los consumidores de esos frutos del mar, son conscientes de que no todos han sido capturados esa misma madrugada.
El hecho de cerrar los lunes porque no hay pescado, no implica que el que te sirvan el martes no tenga dos días, o posiblemente más. Y aún así resulta jugoso, sabroso y tan “fresco” como el que más.
Lo que quiero decir es que para mí, y para la mayor parte de los camareros, el dicho “plácido domingo y jodido lunes” se atrasa veinticuatro horas.
Sin embargo existe una poderosa y tierna razón que me anima (y a la vez me emociona) todos los martes en mi trabajo.
Ya desde primera hora algunas mariposas revolotean por mi estómago, y mientras me rasuro la barba de dos días mi adolescencia perdida parece renacer, impaciente, ansiosa, anhelante.
El “turno de mañana”, que a pesar de llamarse así comienza al mediodía, se va consumiendo tedioso, lentamente. Los clientes suelen ser casi siempre los mismos y pasamos ratos muertos charlando con ellos, agotando minutos que tanto a mí como al resto del personal, nos ayudan a pasar la inaugural jornada de la semana.
Una de mis primeras tareas es examinar la pecera vivero, en busca de alguna desafortunada criatura que haya perecido desde el domingo, en cuyo caso debe ser vendida lo antes posible. Hoy no ha sido así; langostas, bogavantes, bueyes de mar y centollos demuestran gozar de una espléndida vitalidad. Pero sin embargo, un ejemplar de poderosas tenazas acabará por la noche en la cazuela, transformándose en un exquisito arroz con bogavante que hará las delicias de doce comensales.
Por la tarde, alrededor de las ocho, comienza el movimiento en la marisquería. Gran parte de los “currantes” dejan sus puestos y suelen ir de tapas antes de regresar a casa; “ponme una caña y unas gambas… lléname e invita a mi cuñado… ¡niño, media de rape!... unas cigalitas, ¡pero a ver cuánto me cobras!...”
De pronto la magia irrumpe en el ambiente, las voces parecen bajar su volumen hasta convertirse en un murmullo marino. El bullicio se sosiega. Los ruidos de la cocina se ralentizan. El tiempo se torna elástico. La paz extiende sus alas por todo el local. Al menos a mí me lo parece.
Ella hace su aparición, siempre por la puerta principal. Siempre de la misma manera. Siguiendo unas rutinas establecidas desde Dios sabe cuándo. Con dulzura y discreción. Sola. Decidida. Tímida… No logro evitar sentir algo hacia esa mujer.
Pero no se engañen, no es una persona joven. Se trata de toda una dama. Una señora que pasará de los setenta, y que aún conserva cierto aura juvenil.
Atraviesa el salón despacio, el pañuelo en la cabeza, mirando con disimulo la clientela… hasta que sus ojos encuentran los míos. Entonces me dedica una leve sonrisa, a la que yo correspondo de igual manera. Es encantadora, no me importaría tener treinta años más.
Al contrario que la barra, donde hordas de sedientos se afanan en llenar de cerveza sus barrigas, el comedor todavía permanece vacío, es pronto para cenar. Ella ocupa la mesa del rincón; la más romántica, pues goza de cierta independencia e intimidad, ligeramente apartada del resto, semioculta a miradas indiscretas. Es entonces cuando se desprende del pañuelo y deja ver su media melena natural, plateada, cargada del tiempo vivido, y que no necesita de tintes ni artificios, pues por sí sola coronan su regia osamenta.
Hoy me he permitido un detalle para con ella; una pequeña rosa roja a medio abrir la espera en el lugar en el que habitualmente reposa el cenicero. De todas formas ella no fuma. Una flor para otra flor.
La toma con cariño entre sus manos, y despacio la acerca a su rostro, aspirando pausadamente ese aroma que un rato antes deleitaba mis sentidos. Nada en ella delata que sabe que es para ella. Nada en ella delata que sabe que he sido yo.
Me acerco parsimonioso, con un pellizco en el estómago. Retiro el cartel de reservado que yo mismo coloco a primera hora sobre el mantel. Esa mesa está reservada para “mi señora” todos los martes, de todas las semanas, de todos los meses…
-Buenas tardes, señora, me alegro de verla.
-Buenas tardes, Paco, yo también me alegro de verte.
-¿Una copita de rosado?
-Sí, por favor.
Generalmente ésta es toda nuestra conversación. Luego de llevarle el vino retorno a mis quehaceres tras la barra, dedicándole algunas miradas por si necesitase cualquier cosa, lo cual no suele ocurrir.
A veces imagino que me llama y me invita a sentarme junto a ella, aunque tan sólo sea por algunos minutos, para compartir conmigo cualquier nadería.
Ella por su parte coloca las manos asiendo el pie de la copa, entrelazadas, pero ni la prueba. Adopta un aire bohemio, tranquilo. Esperando pacientemente que en cualquier momento aparezca el amor de su vida; el hombre que la llena y al que ella ama. El hombre por el cual es capaz de llegar cada martes sola, indefensa, a los dominios de mi trabajo y aguardar allí paciente, casi invisible, su llegada. El hombre que sueña que la quiere.
Unas decenas de cañas después, con sus correspondientes tapas, (no sabría calcular el tiempo con exactitud, pienso que unos quince minutos) se recorta en la calle, tras la puerta de cristal, la figura de un hombre alto, bajo un sombrero.
El señor entra y a la vez que se quita la prenda me dirige un tímido saludo. Le respondo con un escueto movimiento de cabeza y desvío la mirada hacia la dama. El hombre ya sabe que le esperan en su mesa. Me parece apreciar en sus ojos el brillo de la felicidad, al tiempo que la dureza otorgada por una larga y difícil vida deja paso a la ternura.
Conforme se acerca, el rostro de “mi señora” resplandece, y una especie de polvo de hadas flota en derredor. La magia se ha triplicado en torno a la mesa seis.
Él se inclina hacia ella y le toma la mano, besándola respetuosamente. Sobreviene entonces el acontecimiento; la dama vuelve a sonreír.   
Pero no de la misma manera como me sonrió a mí.
Con toda certeza, ella está perdidamente enamorada de ese hombre; ni su disimulo comedido, ni la digna y serena discreción logran engañarme. He visto muchos tortolitos en mi vida.
Sin preguntar le sirvo al señor una copa de rioja. Al igual que ella, es de costumbres fijas. Siempre igual, de la misma manera, tinto para él y rosado la dama, sin tapas. No me llamarán durante todo el tiempo que permanezcan allí, ni siquiera para pedir la cuenta. Cuando se marchen encontraré el dinero sobre la mesa, acompañado de alguna propina.
Sin embargo esto no quiere decir que me olvide de ellos. ¿Cómo podría olvidarme de esa señora? Les espío con disimulo echando una que otra mirada fugaz. Con frecuencia ella se da cuenta y me sonríe. Me siento cómplice y testigo de un amor prohibido, aunque no sepa exactamente por qué.
En ocasiones llega alguna familia que quiere ocupar la mesa contigua y yo, hábilmente, les ubico en otra más alejada. Si me insisten mucho les digo que está reservada. Después de todo soy el maître.
El señor parece algo mayor que ella, pero de igual manera sus setenta y muchos no aparentan pesarle en demasía. Supongo que el amor es la mejor medicina, el mayor complemento vitamínico, el elixir de la eterna juventud que ambos comparten.
Charlan amenamente mirándose a los ojos, aunque ella suele reír, bajando la mirada como avergonzada, tímida más bien. Pocas veces en mi vida he presenciado escenas tan tiernas, tan románticas… tan dulces. La verdad es que no puedo evitar sentirme un poco celoso, a pesar del profundo respeto que me merece ese caballero.
Sorbo a sorbo van apurando sus copas; ella la toma con su derecha, él en cambio con la izquierda. De sobra sé que bajo el mantel, sus manos se aferran, se entrelazan. Caricias, roces… juegos adolescentes. Amor.
Me pregunto cuál será el motivo por el que no exteriorizan sus sentimientos. Parecen amantes que se citan a escondidas, buscando intimidad y protección ante miradas curiosas, indiscretas… crueles.
Algo le ha dicho que la ha sonrojado, apartando ligeramente la cara y tapándose los labios con sus dedos. Quizá le dijo por fin que la quiere, que está perdidamente enamorado de ella, que desea apurar el resto de la vida con la suya. Yo no consigo imaginarme una pareja de esa edad en la intimidad de una alcoba, pero indudablemente también existe la posibilidad de que le haya dicho cuánto la ansía… anhela su cuerpo… necesita hacerle el amor…
Por fin “mi señora” le ha contestado, aún ruborizada, gacha la vista, cándida. Y al parecer era lo que él soñaba oír; sus ojos y la expresión del rostro le delatan. Aunque no puedo verlas, bajo el mantel las manos se aprietan con pasión.
Minutos después las copas quedan vacías. Comienza el sereno y triste ritual de despedida:
Al unísono rescatan sus ocultas manos, él toma la suya besándola de nuevo, sin soltarla se acerca a la mejilla para hacer lo mismo, entonces la dama gira sutilmente el rostro y ese beso lo recibe casi en la comisura de los labios.
El señor se levanta colocándose el sombrero, y tras despedirse amablemente de mí desaparece despacio por la puerta trasera, la misma por la que entró apenas una hora antes.
Ella queda sola, las manos sobre la mesa, la mirada perdida. Hoy la expresión de su semblante es distinta y dulce. Una lágrima resbala por él y rápidamente la enjuga. Sin embargo no está triste, todo lo contrario. Pienso que yo jamás lograría ser siquiera tan feliz como lo es ella ahora. Se me ha metido algo en el ojo…
Tras esconder nuevamente su cabello con el pañuelo se encamina a la salida. Yo la espero junto a la puerta principal y le abro.
-Hasta pronto, señora.
-Hasta el martes, Paco.
Habitualmente me regala una sonrisa. En esta ocasión además me ha acariciado, suave, la mejilla. Las piernas casi no me sostienen.
Con ella se va la magia y el murmullo marino se torna otra vez una algarabía ininteligible y mundanal. Las voces resurgen con fuerza, las risas chillonas aporrean mis tímpanos, desde la cocina llegan golpes de platos. La realidad regresa cruda, borrando cualquier residuo del “polvo de hadas” que pudiese quedar en el ambiente. La triste realidad… ahoga el milagro.
Como todos los martes, con la señora se marcha un pedacito de mi corazón, que hoy tiene forma de rosa.  
Hasta el próximo martes, si Dios quiere.

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