EL COCINERO DE LAS ESTRELLAS

EL  COCINERO
DE  LAS  ESTRELLAS

3er PREMIO IX Certamen de
RELATOS CORTOS 2006
“CIENCIA FICCIÓN”

LA AVENTURA DE ESCRIBIR
NERJA


Aquel hombre de un solo ojo y casi dos metros de alto, colocó ante mí el maletín, de un metal que no había visto antes, aunque bien pudiera ser aluminio. Yo le miré atónito, era su maletín de cuchillos. En mis tiempos un chef jamás prestaba sus cuchillos a nadie, y menos a un subordinado.
—No te hagas ilusiones, chaval. Quizá algún día tengas unas herramientas como éstas, si es que llegas a jefe de cocina, lo cual dudo mucho. Cuidado con estropeármelo, o sabrás lo duro que es tener un solo ojo. ¿Entendido?
Yo todavía no veía muy claro el motivo por el cual tenía que ir a buscar la carne. Se supone que mi trabajo está en la cocina, y no acarreando víveres. Armado de valor me animé a preguntar.
—Jefe, ¿por qué no lo hace el pinche? Yo tengo que preparar la salsa.
—¡Tú harás lo que yo te mande! ¿O prefieres que dé parte tuya al capitán? ¿Sabes lo agradable que es limpiar los cristales de la nave a velocidad luz-5?
A veces preferiría estar muerto, aunque trabajando en la cocina del Cacharro Galáctico, y con el tuerto de jefe, no creo que tarde mucho en estarlo.
El chef abrió por fin su maletín y me dio el cuchillo de despiece; una enorme empuñadura que bien pudiera coger con ambas manos, aunque realmente se utiliza con la derecha. Estaba fabricado a medida. A la de la mano del chef, claro.
Nunca me gustaron los cuchillos láser. Donde se ponga una buena hoja de acero… que se quiten los flujos de fotones.
Mientras caminaba por los casi infinitos corredores de la nave recordaba cómo había llegado hasta ella…

Yo era empleado de una multinacional dedicada a la manipulación y distribución de productos congelados del siglo XXI. Como otros muchos, me contrataban a tiempo parcial para sellar y almacenar los contenedores en las mega-cámaras de congelación. Un día, tratando de cerrar uno de ellos, caí en su interior perdiendo el conocimiento. Alguien debió terminar mi tarea sin percatarse que yo estaba dentro, y así pasé congelado más de dos siglos. Aquel contenedor nunca salió del almacén de congelación puesto que la ficha de destino no fue entregada; estaba conmigo allí dentro.
Finalmente lo donaron a la armada estelar, con toda seguridad para utilizar su contenido como abono o alimento de ganado. En los congeladores del ejército pasé otros noventa años, hasta que mi helada tumba embarcó en el Cacharro Galáctico, un transporte de ataque y apoyo logístico.
Al examinar su contenido alguien reparó en mí, y el oficial de guardia decidió descongelarme en lugar de triturarme con el resto de la mercancía.
Según las leyes del espacio, que se remontan a tiempo de los piratas marinos, soy un polizón. Como tal, o era arrojado por la borda, o trabajaba a bordo para pagar el pasaje. Afortunadamente el capitán resultó un poco más humanitario que aquellos piratas, y pasé a ser propiedad de la armada. Sin voz ni voto. Ni voluntad. Oficialmente no existo, ya que debería haber muerto hace trescientos años o más. Nadie me echaría de menos.
La solución al dilema era fácil; trabaja y procura no meter la pata.

Por fin llegué al almacén de la carne. No sé por qué lo llaman así, puesto que es lo más parecido a una granja que se puede encontrar en una nave espacial. Bajo una cúpula de energía sólida, de la que cuelga un pedazo de sol, se extiende una pradera en la que pastan los animales y crecen los vegetales. Allí me aguardaba el granjero.
—La carne te espera en la cuadra XTJ.37P.81-04. Ten cuidado porque ya ha sido cosechada varías veces y no le gusta.
—¿No viene usted a ayudarme, mi oficial?
—No, marinero. La tropa cenará tortilla y voy a por un huevo de gallifanta, necesito una hora y media para colocarme el blindaje.
Así que me quedé solo. Si no se hace bien, cosechar una octornera puede resultar doloroso. Entré en la sala de cuadras, que curiosamente consta de dos cuadras: la Nº 1 y la Nº XTJ.37P.81-04, en la que estaba la octornera, mirándome desconfiada.
La octornera es un animal parecido a un buey, aunque más grande, y su carne sabe a ternera. Lo que ocurre es que tiene cuatro cuernos y ocho patas. Al igual que un pulpo, cuando pierde una pata no muere desangrada, y al cabo de unos días le comienza a crecer de nuevo. Es como una fábrica de carne auto reciclable.
Un rato después me tele transportaba a la cocina con una enorme pata de octornera al hombro. Esta vez resultó más fácil que la última, únicamente recibí dos cornadas y dieciséis coces, pero no logró pisotearme. Aún así me rompió un par de costillas y creo que tendré el cuerpo adolorido durante varias semanas. Ciertamente a estos bichos no les gusta que los cosechen.
—Jefe, aquí está la carne. ¿Quiere usted que la prepare para el horno solar? —Le dije al tuerto, sabiendo perfectamente que como siempre, y para llevarme la contraria, lo haría él mismo.
—¿Es que pretendes que nos pasen por la quilla? La octornera es una carne jugosa y tierna, por lo tanto hay que prepararla con mimo y profesionalidad, dos cualidades que tú no posees. Primero se hornea a sol fuerte para lograr un dorado exterior y sellar los poros, de esta manera no se pierden los jugos internos. Después se asa a media enana roja, lentamente, de forma que las fibras se disuelven, logrando así el punto de cocción y la textura que este manjar se merece. Tú saltea el pollovante.
—¿No lo estaba haciendo un pinche?
—Sí, pero se ha descuidado y ahora está en el taller de reciclaje. Ha perdido un brazo y varios dedos, tiene las piernas destrozadas y la mandíbula rota. Si se recupera va a parecer Robocop con tantas prótesis.
No sé cómo me las apaño, pero siempre me tocan las tareas más peligrosas. Es duro ser cocinero.
En la sala de salteo me encontré al pollovante, mirándome con cara de pocos amigos. La mesa de trabajo estaba salpicada de sangre y el suelo también. No hay nada más en esta sala aparte de las cuatro paredes.
El pollovante, como su nombre indica, es un ave mayor que un pollo, pesa alrededor de quince kilos, bajo el plumaje de las alas esconde dos poderosas tenazas, parecidas a las de los bogavantes, capaces de aplastar una cabeza humana. De hecho su alimento preferido son los sesos de mamíferos. La carne es de color gris perla y sabe a marisco. Pero es necesario saltearlo convenientemente, pues de lo contrario se queda duro y tan amargo que no se puede comer. El escudo de salteo es la herramienta perfecta para ello.
En cuanto me tuvo a su alcance saltó sobre mí, buscando la cabeza, tan rápido que casi no me da tiempo a encender el escudo. Chocó con él y rebotó un par de metros mientras que yo retrocedí unos pasos hasta apoyarme contra la pared. El animal quedó perplejo tras comprobar que no había logrado alcanzarme y en seguida saltó de nuevo a por mí, volviendo a impactar en el escudo de salteo (que no es otra cosa que un campo de energía invisible emanada desde mi pulsera de cocina).
El pollovante no comprende lo que ocurre y contraataca una y otra vez, golpeándose en el escudo y cayendo al suelo. Yo lo único que hago es soportar como puedo las embestidas del animal, cada vez más violentas. Esto hace que se estrese y se le disparen unas hormonas que son las responsables de aclarar su carne y eliminar las toxinas que le confieren su amargor. Pasados unos setenta saltos el pollovante simplemente se muere de frustración. Esto es lo que se llama saltear un pollovante. Ya sólo queda ponerlo en la cazuela atómica de flujos gamma.
La salsa para napar la pierna de octornera se prepara a base de simiento y muerdemate. El tuerto me encomendó que le llevara el simiento y yo me encargara de cortar en dados un par de muerdemates. Él no quiere ni oír hablar de ellos desde aquel día que se confió, y uno de la variedad ocular le cayó en la cara, mordiéndole y arrancándole un ojo.
El simiento es una verdura bastante curiosa. Como su nombre delata se trata de un pimiento verde, pero mucho más grande, (aquí todo es mucho más grande). Puede llegar a alcanzar veinte kilos de peso, aunque lo habitual es que ronde los dieciocho. No muerde, ni tiene pinzas ni salta sobre ti para atacarte.
Sin embargo uno de cada dos es picante. Pero no lo que habitualmente entendemos por picante; los chiles mejicanos son picantes, los simientos estelares son el agujero negro (o la súper nova) del picante. De hecho, si un solo trocito de simiento picante cayese en el rancho de la tropa, éste se tornaría imposible de comer. Si alguien tratara de hacerlo moriría antes siquiera de poder tragarlo. La irritación y quemazón que producen en la boca y la garganta, acaban con la vida de cualquiera en unos segundos de la manera más dolorosa que pueda imaginarse. La convención de Andrómeda prohibió hace décadas su uso con fines militares.
Por el contrario, el simiento dulce es el más exquisito de los manjares. Tiene propiedades inimaginables, tanto gastronómicas como médicas y curativas, incluso tecnológicas. Da valor al soldado, inteligencia al oficial y paz al espíritu. Se trata del alimento más completo del universo. En las guerras Yonki un solo simiento dulce alimentó las tropas de la coalición durante ocho meses.
El problema llega a la hora de distinguir al dulce del picante, puesto que ambos crecen juntos y unidos por el pedúnculo. Son exactamente iguales, y la cualidad que más llama la atención es que hablan. Lo que ocurre es que el dulce dice la verdad, y el picante siempre miente. De ahí viene su nombre: sí-miento.
Pero hay un truco para diferenciarlos. Una vez que tengo el cuchillo láser preparado, me dirijo a uno de ellos y le pregunto…
—A ver, tú, ¿cuál me dirá tu compañero que es picante?
Así sé que el que me diga es realmente dulce, en vez de picante.
Acto seguido los separo de un tajo y arrojo el picante al tobogán que lleva a la sala de carburación de combustible, donde será triturado y fisionado con antimateria. Conformando de esta manera la “gasolina” del Cacharro Galáctico.
Después le dejé el dulce al chef y fui a picar los muerdemates.
Estos son los más pacíficos, se mantienen sin alimentarse durante meses, pero eso mismo provoca que siempre tengan hambre, siendo capaces de comer casi cualquier cosa que caiga en su boca. La ventaja es que no tienen extremidades, y por tanto no pueden desplazarse ni acercarse a su presa. Lo han adivinado: Es como un tomate muy grande dotado de una boca con afiladísimos dientes.
Basta manipularlos cuidadosamente, sin acercar nunca las manos a su boca, se coloca sobre la tabla de cocina y con un cuchillo de picar (cuyo láser forma una cuadrícula) se le da un certero golpe. Ya tienes un muerdemate picado en daditos.
Con el primero no tuve ningún problema. Pero el segundo se me resbaló y me mordió en un dedo; al retirar violentamente la mano a causa del dolor, salió volando por los aires cayéndome encima del hombro y golpeándome la cara, para después volver a caer sobre la tabla. En menos de medio segundo lo convertí en cubitos.
La mano me dolía y sangraba exageradamente, entonces me di cuenta que aquel muerdemate me había arrancado el dedo. Miré hacia la tabla y allí efectivamente estaba, hecho pedacitos, mi índice. Pero algo más reposaba junto a él… “parece… parece… ¡Joder! Es mi oreja.”
El tuerto me restregó las heridas con una rodaja de simiento dulce y, como por arte de magia, la sangre cesó y el dolor desapareció por completo; había que terminar el almuerzo del comandante y compañía, ya iría después a la enfermería reciclo-protésica de injertos biosintéticos.
Un rato más tarde el chef y yo contemplábamos nuestra obra: “Pollovante salteado al punto de escudo. Octornera de nuestra crianza, recién cosechada, con salsa de simiento dulce al grill de enana roja. Todo guarnecido por daditos en crudo de muerdemate a las especies de Titán y sal de Caronte.
Ante nuestros tres ojos, las bandejas tele transportadoras desaparecieron con destino al comedor de oficiales, portando los manjares que con tanto cariño habíamos preparado para nuestros superiores.
Un escalofrío recorre mi cuerpo al pensar qué se les antojará de cena.

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